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Lo que más le gustaba a Eliza del cuarto superior, de hecho, lo único que le gustaba más allá de su cuestionable estatus de refugio, era una grieta entre dos ladrillos por encima del viejo estante de pino. Agradecía mentalmente la descuidada mano de obra del constructor, sumada a la tenacidad de las ratas locales, por haber hecho posible el enorme agujero en el mortero. Si Eliza se tumbaba boca abajo, estirándose a lo largo del estante, con los ojos pegados contra los ladrillos y la cabeza ligeramente inclinada, podía distinguir la curva del río. Desde ese mirador secreto, podía observar sin ser observada mientras la marea de la ajetreada vida cotidiana crecía y fluía. Así conseguía lo que mas le gustaba: poder observar sin ser vista. Porque, aunque su curiosidad no conocía limites, a Eliza no le gustaba ser observada. Comprendía que ser observada era peligroso, que determinados escrutinios eran una forma de robo. Lo sabía bien pues era lo que mas le gustaba hacer, guardar imágenes en su memoria para volver a representarlas, darles nueva voz y color. Entretejerlas en complicadas historias, en destellos de fantasías
que habrían horrorizado a quienes voluntariamente le proporcionaron inspiración
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