Y dijo la libélula...

lunes, 4 de noviembre de 2013

El jardín olvidado - Kate Morton

Encima de la tienda del señor y la señora Swindell, en la estrecha casa junto al Támesis, había un pequeño cuarto, escasamente mayor que un armario. Era oscuro, húmedo y maloliente (consecuencia natural de malos desagües y una inexistente ventilación), con paredes descoloridas que se resquebrajaban durante el verano y chorreaban durante el invierno y una chimenea cuyo tiro había sido bloqueado hacía ya tanto que parecía una grosería sugerir que debía ser de otra manera. Pero a pesar de su miseria, el cuarto de encima de la tiendo de los Swindelll era el único hogar que Eliza Makepeace y su hermano mellizo, Sammy, habían conocido y que les proporcionaba un mínimo de seguridad y protección del que carecían sus vidas [...]
Lo que más le gustaba a Eliza del cuarto superior, de hecho, lo único que le gustaba más allá de su cuestionable estatus de refugio, era una grieta entre dos ladrillos por encima del viejo estante de pino. Agradecía mentalmente la descuidada mano de obra del constructor, sumada a la tenacidad de las ratas locales, por haber hecho posible el enorme agujero en el mortero. Si Eliza se tumbaba boca abajo, estirándose a lo largo del estante, con los ojos pegados contra los ladrillos y la cabeza ligeramente inclinada, podía distinguir la curva del río. Desde ese mirador secreto, podía observar sin ser observada mientras la marea de la ajetreada vida cotidiana crecía y fluía. Así conseguía lo que mas le gustaba: poder observar sin ser vista. Porque, aunque su curiosidad no conocía limites, a Eliza no le gustaba ser observada. Comprendía que ser observada era peligroso, que determinados escrutinios eran una forma de robo. Lo sabía bien pues era lo que mas le gustaba hacer, guardar imágenes en su  memoria para volver a representarlas, darles nueva voz y color. Entretejerlas en complicadas historias, en destellos de fantasías
que habrían horrorizado a quienes voluntariamente le proporcionaron inspiración

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