Nada o casi nada mantuve de lo fantaseado en un principio. Todo lo que se inventa, ciertamente, tiene una u otra raíz, más o menos profunda, en la realidad, y hasta las cosas más disparatadas pueden ser verdad, como demuestra el hecho de que ninguna imaginación puede llegar a concebir ciertas locuras, ciertos acontecimientos inverosímiles que se desencadenan y estallan en el tumultuoso seno de la vida. Y no obstante, ¡cuán diferente resulta, respecto a lo que podemos inventar a partir de ella, la viva y palpitante realidad! ¡De cuántos sustanciales, diminutos, inimaginables elementos precisa lo que inventamos para volver a convertirse en esa misma realidad de donde fue sacado, de cuantos hilos que vuelvan a ligarlo a la embrolladísima maraña de la vida, de cuántos hilos que nosotros hemos cortado para convertirlo en algo aparte!
Ahora bien ¿y yo qué era, sino un hombre inventado? Una invención ambulante que quería y además debía, por fuerza, permanecer aparte, aunque sumergida en la realidad.
Asistiendo como espectador a la vida de los demás, observándola minuciosamente, veía sus infinitos lazos, al tiempo que veía también mis muchos hilos rotos. ¿Pero es que que podía restablecerlos, ahora, esos lazos con la realidad? A saber a dónde me llevarían; bien pronto podían transformarse en riendas de caballos desbocados que arrastrarían la pobre biga de mi hombre necesariamente inventado al fondo de un precipicio. No. Yo no tenía que restablecer lazos sino con la fantasía.